Los regímenes de impunidad de Centroamérica renuevan su creatividad para agudizar la persecución política sin final.
En Centroamérica los presos políticos se acumulan. Prosperan las lógicas inverosímiles de los gobiernos y las fiscalías que criminalizan a discreción. Lejos quedó la técnica y ajeno es el debido proceso. La nueva normalidad que impera se basa en la creatividad de los señores feudales de la justicia centroamericana.
En Guatemala, la Fiscalía gobernada por Consuelo Porras consideró oportuno y razonable señalar de asociación ilícita a la organización indígena 48 Cantones de Totonicapán, al sumar ese delito a los cargos contra sus exdirigentes Luis Pacheco y Héctor Chaclán, presos desde hace más de 125 días. Ambos fueron líderes de esta organización comunitaria de más de 200 años de antigüedad durante la defensa a la democracia en 2023, los meses que Porras y sus peones buscaron concretar un golpe de Estado y evitar la asunción de Bernardo Arévalo.
En El Salvador, la narrativa imperante de la seguridad le ha permitido a Nayib Bukele acorralar a defensores de derechos humanos, periodistas, abogadas, excombatientes y defensores del territorio sin la necesidad de comprobar nada. Ya tiene el guión escrito en su espiral descendente, en la que puede sacar de su casa a un adulto mayor conectado a un catéter y secuestrarlo por un año hasta su liberación condicionada, como hizo con Atilio Montalvo. A pesar de que el señor feudal lo niegue, en su país hecho a medida también hay (cada vez más) presos políticos.
En Nicaragua, de las cárceles salen presos que son devueltos a sus familiares como cadáveres. En el país que expulsa a sus opositores y borra del registro a sus ciudadanos incómodos al régimen, más de 50 personas siguen en prisión por persecusión política y casi un millón más vive en el exilio. La imaginación de sus audaces soberanos ahora concentra sus esfuerzos en la construcción de una transición indescifrable.
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